Miedo

El miedo es un visitante silencioso.
Llega sin llamar, se sienta en la penumbra y, sin decir palabra, empieza a tejer sombras en las paredes.
No trae forma propia, solo adopta la que le damos con nuestros pensamientos.
Un día es un eco de viejas heridas, otro, el presagio de algo que quizá nunca ocurra.
Nos acompaña como un guardián ambiguo, protector y carcelero a la vez. Nos advierte del precipicio, pero a veces nos convence de no cruzar puentes seguros.
Y si lo dejamos crecer sin escucharlo con calma, se convierte en un amo exigente que limita nuestros pasos. Aprender a convivir con él no significa eliminarlo, sino mirarlo de frente y preguntarle: "¿Qué tratas de decirme?".
A veces, la respuesta es un simple "ten cuidado".
Otras, un "atrévete que aquí no hay monstruos… solo tus propias dudas".
Poco a poco, descubrimos que atravesar el miedo no nos hace invulnerables, pero sí más libres.
Cuando encendemos la luz del primer paso dado con temblor, el miedo se encoge. No desaparece del todo, solo se convierte en un animalito pequeño que camina a nuestro lado, recordándonos que estamos vivos.
Tal vez, entonces, el verdadero acto de valor no sea expulsar al miedo, sino invitarlo a caminar con nosotros, enseñarle el camino, y dejar que sea testigo de cómo seguimos adelante.
Porque solo teme quien aún sueña,
quien sabe que la noche es larga,
pero también que al otro lado
siempre hay un amanecer esperando...